7 mar 2010

¿Devaluación monetaria o espiritual?

Como es bien conocido, los países que se encuentran en la zona euro no pueden devaluar moneda por su cuenta, tal y como podían hacer antes de la implantación de la moneda única. Devaluar la peseta es lo que hizo España después de la crisis del 93. Una devaluación de moneda era una medida habitual para devolver la competitividad del país, ya que al ser la moneda más barata, los productos fabricados aquí tambien eran más baratos, de forma que podían reactivarse las exportaciones y así tambien la recuperación. El sentido común nos dice que una devaluación es efectiva siempre y cuando los demás no devalúen. Es por lo tanto una medida que no resuelve problemáticas estructurales, pero sí un buen incentivo a corto plazo. Como hoy en día no es posible aplicar esta medida, por razones evidentes (la moneda no es de cada país individualmente, sino que es común), los países que necesitan ganar competitividad inmediatamente deben recurrir a otro tipo de devaluación, principalmente a través de los salarios, como vaticina el Dr. Robert Tornabell, antiguo decano de ESADE. La devaluación a través de los salarios es lo que realmente nos devuelve a la realidad. Ya no se trata de una devaluación indolora como las anteriores, y por lo tanto ésta sí que ya nos obliga a reflexionar sobre cuáles deben ser las fuentes de competitividad sostenibles. Porque desde luego, esta no tiene nada de sostenible. La devaluación monetaria nos invita a ir más allá y preguntarnos tambien por la devaluación de los valores, valga la redundancia. El paso de un mundo centrado en valores sólidos y fuertes a otro en el que reinan los valores líquidos es, en cierta manera, tambien una devaluación que ha afectado a la mayoría de las economías occidentales. Con la misma lógica de las devaluaciones monetarias (pan para hoy, hambre para mañana), la devaluación de valores tambien es una medida cortoplacista para crecer por la vía del engrandecimiento del egoísmo, del materialismo o del individualismo, visualizando enormes réditos a corto plazo en forma de bienestar superficial, pero enormes contradicciones a medio plazo, en forma de inseguridad espiritual, falta de sentido y depreciación del capital ético y social. Podríamos convenir que nuestra sociedad ha depreciado, como mínimo, el valor del esfuerzo, el del compromiso, la paciencia, y el trabajo bien hecho. Todos ellos son valores de los que se nutre directamente la tan manoseada innovación. No tendremos una sociedad emprendedora ni mucho menos innovadora si no premiamos el esfuerzo, si no valoramos el compromiso, es decir, la capacidad de implicarse en los proyectos con determinación, sin abandonar gratuitamente, con afecto pero tambien con efectos. Y naturalmente tampoco seremos innovadores si no somos suficientemente pacientes para aceptar el error como parte del proceso creativo, o para asumir que el trabajo bien hecho es un valor en sí mismo y cada vez más relevante, ya que vivimos en un mundo cada vez más abierto en el que las redes sociales actúan de altavoz del trabajo mediocre. Por lo tanto, nuestra sociedad tiene una oportunidad única para mostrar su vigor y proyectarse hacia el futuro, ya que como consecuencia de una devaluación monetaria que parece inevitable puede profundizar en sus males y en sus fortalezas, y así, con un esfuerzo compartido, emprender el maravilloso viaje hacia la apreciación de los valores.

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